LA CIUDAD JUNTO AL RÍO INMÓVIL

Mandamos a un cronista mexicano a investigar un fenómeno que siempre nos llamó la atención: los humeantes carritos de comida de Costanera Sur, tan cercanos del que fue otrora un concurrido balneario y hoy guardaespaldas de ese barrio de torres, veleros y restaurantes –además de otros enormes misterios– llamado Puerto Madero. En un curioso confín de la ciudad enarbolan un “sánguche” de bondiola que poco le teme a las propuestas moleculares y a los vegetarianos consumados (y consumidos).

ESPLENDOR DE ANTAÑO

La representación de la Reina del Plata como una de las grandes ciudades europeas se fundamenta y fortalece a partir de las celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo, en la que numerosos visitantes, al no encontrar la dosis de “exotismo” propias de la ciudades latinoamericanas, como la presencia indígena o la herencia virreinal, coligieron, para regocijo de los capitalinos, que como acá no había indios ni barrocas catedrales la ciudad debía ser una parte de Europa perdida en un continente de salvajes.

Es necesario recordar que en las últimas décadas del siglo 19 y en las primeras del 20, Argentina conoció un desaforado crecimiento económico que le permitió posicionarse en el incipiente imaginario global como uno de los países más prósperos y prometedores del orbe. En ese contexto fue que se gestó Puerto Madero, cuya ubicación cercana al centro, la extensión de su área y su hechizante vista al río le dieron su personalidad exclusiva desde sus inicios, cuando el comerciante Eduardo Madero presentó el proyecto para el puerto de Buenos Aires que lleva su nombre, aprobado por el entonces presidente Julio Argentino Roca.

La propuesta de Madero, que preveía la ubicación del puerto en las inmediaciones de la Plaza de Mayo, fue aprobada por el Congreso de la Nación en 1882 y las obras se inauguraron en 1897. Luego, a principios del siglo 20, se edificaron los depósitos de ladrillo rojo que hoy son la firma indistinguible del lugar. Sin embargo, no fue hasta 1916 cuando se trazó la avenida Costanera, uno de los paseos predilectos de los habitantes de la Buenos Aires de entonces, en donde se acondicionó el Balneario Municipal y de cuyos instantes de esplendor, por fortuna, se cuenta con registro fotográfico.

En sus momentos iniciales, la zona fue arbolada con tipas y acacias y se colocaron macetas y farolas traídas con toda la pompa desde Francia. El paseo, que supo ser el más popular de la ciudad en los albores del siglo pasado, era también un balneario, ya que el Río de la Plata no registraba los niveles de contaminación actuales, lo que lo vuelve uno de los ríos más tóxicos del planeta. El proyecto del balneario consistía en una avenida paralela al río, destinada a los peatones, y jardines para el reposo y los juegos infantiles. Se instaló una pérgola que permanece hasta la fecha, donde está emplazada también la estatua de Luis Viale.

De los tiempos de cuando funcionó como balneario persisten unas escalinatas de piedra que descienden desde una vereda amplia hacia un nivel inferior, a la altura del río. Desde allí, una escalera que recorre toda la ribera conduce todavía al lecho de barro que es más bien, al presente, un terreno cenagoso. En aquel entonces se daban cita en el lugar las clases medias, enarbolando para nosotros imágenes de improbable fantasía.

Durante la década del 20 del siglo pasado proliferaron restaurantes y confiterías; algunos de esos edificios fueron diseñados por el arquitecto húngaro Andrés Kalnay, como la famosa cervecería Munich, donde ahora funciona el Centro de Museos de Buenos Aires y en el que pude disfrutar, en un tórrido verano, proyecciones pensadas para el jardín: un ciclo de películas de Werner Herzog que recuerdo con provecho.

La Costanera se construyó sobre terrenos ganados al río, por lo tanto su historia no ha estado exenta de inundaciones y, sobre todo, de la mítica presencia del agua, esa gran entidad negada por razones que escapan a mi entendimiento y que le confiere parte elemental de su idiosincrasia a la cultura porteña pasada y presente: acá se le da la espalda al río, un elemento que podría construir un horizonte distinto y refrescante para los pobladores de la ciudad.

UN VIRAJE

Con el paso del tiempo el puerto se fue abandonando y eso contribuyó a su deterioro, por lo que la Costanera Sur fue decayendo y ya para 1970 se encontraba absolutamente fuera de uso. Fue por entonces cuando otro tipo de población, de extracción pobre y de clase media baja, empezó a instalar sus célebres carritos, que no es otra cosa que puestos ilegales de comida con parrillas abocados a la confección de choripanes, hamburguesas y, sobre todo, el plato típico del lugar y una visita obligada para quien quiera conocer un rasgo tan criollo como el gaucho o el vino patero: el mítico “sánguche” de bondiola. 
Antes de entrar en la dichosa materia culinaria, conviene tener presente lo que pasó con el barrio, fiel reflejo de los cambios de la sociedad argentina. En la actualidad, Puerto Madero es uno de los lugares más exclusivos de Sudamérica, razón por la que, si bien el imaginario de la sociedad no cambió del todo su sensación de pertenencia europea (whatever that means), sí se ha visto afectada por las pautas de la norteamericanización de la cultura –fenómeno que cunde en toda América Latina y aun en buena parte del mundo–, lo que ha hecho del barrio que circunda al paseo un lugar extraño, no pocas veces siniestro, que equipara por momentos a esa zona de la ciudad con zonas edilicias de Miami, la Santa Fe mexicana, Panamá City o cualquier otro rincón donde las élites incultas y vulgares cuentan una irrefrenable pasión por el vidrio y por lo que consideran el modo de vida americano.

Por ello, el contraste con la vida de la comida callejera es profundo y sugestivo, puesto que, si bien en esos grandes edificios y en las calles aledañas se puede tener la sensación de estar en un no lugar para el peatón, resulta muy fuerte el contraste con la “latinoamericanización” que suponen los carritos de comida; y que no pocas veces son atendidos no sólo por los argentinos de clase baja sino también por paraguayos, peruanos y hasta un mexicano, que atiende uno de los puestos por la noche y cuenta la historia de su extravío por el Sur a todo aquel que quiera escucharlo, emparedado y bebida de por medio.

EN PRIMERA PERSONA

Para la confección de esta crónica, junto con la fotógrafa Azul Zorraquín nos dimos a la tarea de hacer un trabajo superfluo de antropología tropical y nos decidimos a entrevistar a algunos de los cocineros. Desde luego, tuvimos para todos los gustos. Hubo gente que ante la petición de una foto o una breve entrevista refunfuñó palabras ininteligibles o directamente nos marcó con el desprecio de su silencio. Otros, por el contrario, se mostraron asustados por la presencia de la cámara y actuaron la timidez propia de un aborigen decimonónico que nunca ha interactuado con la presencia de un etnógrafo del subdesarrollo. Hubo quien pensó que se trataba de alguna jugarreta encubierta por parte del utópico departamento de higiene y sanidad y mostraron una actitud hostil y temeraria. Sin embargo, como sucede siempre en la viña del Señor, hubo quien accedió gustoso a dejarse retratar e incluso quien nos compartió infidencias del oficio. Hubo incluso quienes nos invitaron a seguirlos en su página de Facebook, advirtiéndonos que eran ellos los famosos del barrio (en honor a la precisión, se trata de la parrilla El Chavo, autobautizados con ese mote debido a su pasión por el personaje que creó Roberto Gómez Bolaños).

Los siguientes testimonios son un mosaico verbal al respecto de lo que pudo conseguirse durante la jornada: Oscar, de Su Parrillón, sostuvo con orgullo: “trabajo acá desde 2006 en el turno noche. Me cambié recién por una cuestión de familia, para pasar más tiempo con ellos”. Ante la pregunta sobre la homologación de los carritos, puesto que ahora son todos iguales –si bien con decoraciones exclusivas, ya que, se sabe, el ingenio popular nunca descansa– contestó: “fue el Gobierno de la Ciudad el que optó por poner estos puestitos uniformes, todo lo mismo. Cambiaron también el carbón por el gas: antes era todo a carbón, lo que le daba un sabor distinto a los alimentos. La comida varía de acuerdo con lo que prepares. En el chori y la bondiola se siente otro gusto. El carbón es mejor y la gente que sabe se da cuenta”. A la pregunta sobre el platillo más vendido del día, fue categórico: “la bondiola. Carne de cerdo y limón. La traen ya preparada. Yo hice unos cursos, pá’ saber lo que es la parrilla, cuestiones de elaboración y esas cosas”. Ante mi pregunta por la venta de alcohol, que recuerdo haber consumido de manera generosa en varias ocasiones, me espetó: “acá se dejó de vender alcohol cuando trajeron los carritos. Ahora está prohibido”.

Prosiguiendo con el periplo, llegamos a otro puesto en el que el parrillero pidió guardar el anonimato. Ante la pregunta sobre si todos los puestos se abastecen de carne en el mismo lugar, respondió: “No. Yo compro en un frigorífico del Sur chorizo, bondiola, bife, jamón y queso. Las salsas y acompañamientos que a veces se comen las putas de las palomas también las hacemos nosotros”. Ante la pregunta por la uniformidad de los carritos, la respuesta fue contundente: “gracias a la nueva reglamentación del Gobierno de la Ciudad, nos dieron este carro a consignación por 5 años, o sea que nosotros no lo pagamos. El viejo se lo llevaron a un depósito o vos te lo podías llevar a tu casa”. Inquiriendo sobre la calidad de producto, no hesitó un instante: “otros chantas te hacen pasar carré de cerdo por bondiola, ¿entendés? Cambia la calidad de la carne. El carré es menos jugoso y, sin embargo, el precio no cambia. El roast beef de la vaca, sin embargo, es mucho más barato que el bife de costilla de la vaca”.

Tomás, paraguayo y tercer entrevistado, contó: “llevo un año y medio acá, pero estuve seis años en otro carro. El día más popular es el domingo, se lleno todo y las parrillas echan humo. Se pone música y ves a la gente bailando, disfrutando del día. Nosotros no cerramos nunca. De noche, lo que más viene son policías y borrachos, aunque en los puestos ya no se vende alcohol”.

Luego de tanta observación participante, decidí a proceder como es debido y pedí una bondiola completa, que contiene, además de la carne y el pan, queso, jamón y un huevo frito, experiencia mestiza a la que condimenté con generoso chimichurri, una suerte de aderezo a base de ajo y mayonesa, así como una salsa mediocre de ají picante y una ensalada fresca hecha con cebolla, aceite, verdeo y morrón.

Nos encontrábamos viendo pasar la tarde y añorando una cerveza cuando, de repente, apareció un tipo moreno, regordete y bajito con un tambo destartalado en un changuito ofreciendo la última cerveza de litro que le quedaba. La compramos y compartimos. En honor a la verdad, debo decir que no me sorprendió en lo absoluto la facilidad con que obtuvimos su testimonio: “Yo me llamo Juan Carlos Gómez y soy de Perú. Vivo acá desde hace 12 años y hace tres que vendo cerveza sin permiso, pero la gente ya me conoce y los puesteros saben que soy un tipo tranquilo”. Ante la pregunta de cómo enfrenta a la competencia, fue pausado y elocuente: “le hablo primero, que venda si quiere, la calle es libre, pero que venda al mismo precio, no más barato. Si bien hay negocio para todos, ya si se pone un poquito malcriado me veo en la necesidad de cortarle las piernas: un buen correctivo, como tiene que ser”.

El tema, desde luego, es ecuménico. No obstante, acaso esta pequeña probada pueda servir no sólo para conocer un clásico de la gastronomía callejera de Buenos Aires, imperdible y muy sabrosa, sino tal vez para saber que esta ciudad es verdaderamente cosmopolita, pero no por los delirios palermitanos de intentar parecerse a Brooklyn o porque Puerto Madero recuerde levemente a Barcelona: Buenos Aires es una auténtica Babilonia por los profundos contrastes humanos y simbólicos que suceden en su vida de barrio, por las migraciones que la atraviesan –aún es temprano para calcular el impacto de los chinos, coreanos y africanos– y por los mestizajes que cada vez más se pueden ver y probar en sus calles. Algo nuevo, diferente, barroco y potente está sucediendo en este siglo en la ciudad de los cielos de alabastro. Basta con escucharlo… ¡y salir a probarlo!


Etiquetas Costanera Sur
Categoría Buena Vida

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