Chateau D’Ancon, el gran castillo mendocino

En Mendoza, una impresionante estancia de más de 100 años de edad entra en un gran renacimiento con un futuro restaurante, una bodega reactivada y una propuesta de hotelería de lujo diferente a todo lo que existe en la provincia. 


texto y fotos MÁXIMO PEREYRA IRAOLA

@maximopi


Fui a Mendoza pocas veces. Más precisamente, tres, que en cualquier otra provincia podría ser un número razonable, pero en Mendoza equivale a nada. Hay tanto, pero tanto para ver y conocer, que me cuesta imaginar como significativa una cifra inferior a los 15 viajes. Dos de esos tres duraron dos días, además, así que… apenas puedo decir que conozco. Y ahora, a horas de aterrizar para conocer Chateau D’Ancón, ni siquiera estoy seguro de estar en la provincia correcta. Sí, llegué al aeropuerto correspondiente. Sí, ya había visto antes los paisajes del viaje de una hora y media en camioneta hacia el Valle de Uco. Y sin embargo estoy convencido de que si hubiese hecho todo el viaje con los ojos vendados juraría estar en algún lugar de la provincia de Buenos Aires. Tal vez La Pampa. En una de esas, Bariloche.



Ojo, Mendoza es una provincia muy verde, lo sé, y la cordillera es inconfundible, pero el parque de Ancón, el pequeño paraíso de los Bombal, tiene un verde que reconozco de visitas a estancias y veranos en campos de Balcarce, Tandil y alrededores. Es un verde Thays, el de las especies que Carlos traía de Europa y combinaba con la flora local para crear parques y jardines mágicos por todo el país. Acá no hubo imitación ni paisajistas inspirados, por cierto: el jardín es efectivamente un diseño del mismísimo Thays.



Este es el casco más importante e imponente de la provincia. Se le dice “el castillo”, pero también “el palacio”. Por fuera es una maravilla con torrecitas, recovecos, grandes ventanas y un patio interno con una glicina tan inmensa que lo cubre por completo. Por dentro, el tipo de riqueza que más me gusta: distinguida, de buen gusto y (miren bien), sin ostentaciones. Hay muchas cosas lindas, pero en su gran mayoría tienen alguna historia detrás. Esto es de algún viaje, esto otro fue un regalo, aquello simplemente gustó y quedó acá. Casi todo tiene un valor sentimental o alguna función. Los espacios se usan, los libros fueron leídos. Esto es una casa, no un museo.



Llegué de noche y me recibió Jorge Bailey, compañero de vida de Lucila Bombal hasta su partida, muy reciente. El Chateau es Lucy y Lucy es el Chateau; a medida que Jorge habla de ella, su historia y su personalidad, se hace evidente su presencia en todos los rincones. Descendiente y propietaria del casco y sus amplias tierras, Lucila es recordada por quienes la conocieron como una persona fascinante, tremendamente culta. Hablaba en español o en perfecto inglés sobre literatura y geopolítica con la misma maestría con la que dominaba temas como la agricultura y la ganadería. Anfitriona como pocas, recibió en esta casa a personalidades importantes de todo el mundo, y si no lo supimos fue porque, como dije antes, el cuento de Ancón no es un cuento de ostentaciones. 



Deben haber sido un matrimonio muy de iguales, porque Jorge es tan cálido y buen anfitrión como nos cuentan que era Lucila. En los días que pasé compartiendo almuerzos, cenas y cafés en la biblioteca con él, su hermano, su cuñada y Hernán Simesen, hablamos de libros, de viajes, de historia, de cuestiones académicas, de religión, de cine, y en más de una ocasión Jorge nos pasó el trapo a todos no solo con sus conocimientos, sino con sus experiencias personales. Viajó por todos lados, estudió un montón de cosas, le salen ideas y proyectos por las orejas. Un tipo interesantísimo.



Mencioné al pasar al artífice de mi visita: Hernán Simesen es un chef salteño al que le venimos siguiendo el rastro desde hace varios años, primero como cocinero en Basa (había hecho otras cosas antes; yo lo conocí ahí), luego con otros proyectos chicos, grandes, cortos y largos. Hernán es un cocinero de la ostia, y como buen representante de su generación, es inquieto. Le aburre repetir platos, siempre está aprendiendo, viaja, va, viene, desarrolla conceptos y asesora proyectos ajenos. Tiene mente de científico, de investigador, y se nota en cada uno de los sabores de sus platos. En Chateau D’Ancon está a cargo de la gastronomía, pero además se encuentra armando un restaurante con su firma bien puesta, a metros de la casa. Abre hacia fin de año, y pinta muy, muy bien.



En la primera comida, a la que pasamos después de tomar algo en el pequeño y simpático pub inglés, nos acompañó también Andrés Raimondi, horticultor del Chateau, quien además de llevar adelante la impresionante huerta de la que se nutre la cocina de la casa, sabe muchísimo de sustentabilidad y agricultura biodinámica, y es un gran valor dentro del equipo que está detrás del renacimiento y la apertura del palacio al público. Hernán presentó su cocina diciendo: “La impronta es de comfort food; improviso mucho, es como cocinar en casa pero con otros recursos que vienen del lugar. A veces salgo a caminar y encuentro berro, rúcula, de todo. El funcionamiento es dinámico y la comida siempre cambia, así que la idea es que sea todo rico y bien casero. Es un menú corto, siempre con alguna sopa, un amuse. Cocinar así es divertido, y nos aseguramos de que los huéspedes siempre coman algo diferente”. 



Detenerme demasiado en cada una de las cosas que comí en esos días me llevaría muchísimos párrafos, así que voy a sintetizar un poco, mal que me pese: esa noche hubo de entrada hongos con pesto, peras y pickle de uvas; una sopa de coliflor con peanut butter toffee (que casi me hizo llorar cuando se estaba terminando; fue lo más rico que haya probado en mucho tiempo); lisa con porotos negros, caldo de pescado, kimchi de pieles de higo, olivas negras y hierbas; y de postre una torta tipo polvorón cuyo nombre no recuerdo rellena de higo y acompañada por una magnífica provoleta. Podría haber comido lo mismo todos los días, la verdad. No lo hice. 



La conversación de la comida, interesantísima, siguió un rato en la biblioteca con café, petit fours y whisky, que no tomo nunca pero ahí lo sentí necesario. Pronto el cansancio del día y el sueño me llevaron de las narices a mi habitación, la Katherine. Y acá me detengo una vez más, porque las fotos que saqué me valieron varios mensajes de “¿¿dónde queda eso??”. Inmensa, con una chimenea (hay muchas chimeneas, por toda la casa) que no hizo falta prender, una cama mullidísima, un baño del tamaño de un departamento de dos ambientes, un pequeño living. Lujo absoluto: hay un menú de almohadas. Ningún televisor; de hecho, no vi una sola pantalla en toda mi estadía fuera de las de mi celular y la computadora, apenas, por unos minutos.



Sábado gris y lluvioso. La casa es un abrigo gigante, y los parques de Thays son muy tentadores, pero no dan especiales ganas de salir cuando adentro está tan lindo. Primero el desayuno, en un comedor de diario con otra gran chimenea preparada para cocinar diferentes cosas. Mermeladas caseras, panes caseros, huevos como a uno se le antojen, frutas varias e infusiones. El anfitrión lamentó el clima y propuso ir a visitar alguna bodega de la zona, pero yo estaba de lo más bien de este lado de la tranquera. Entonces, dijeron, vamos a conocer el campo. Subimos a una 4x4 y vamos.



En el cielo las estrellas, en el campo de los Bombal algunas espinas y viñedos y bosques de nogales y caballos y aves de todos los tamaños y arroyos y montaña y vacas y piedras enormes que dan sombra a los animales. Abajo, donde está el casco, hay 1.500 hectáreas. Arriba hay 29.000. Las tierras de Bombal parecen no terminar nunca, y llegan a Chile. De nuevo tuve que preguntarme si estaba en Mendoza, pero además por momentos necesité preguntarme si estaba en Argentina: con ese clima, con esa niebla, parecía andar por los páramos pantanosos de Escocia. Al día siguiente, con el sol, todo se vería diferente, pero aquella travesía fue escrita por Emily Brontë. 



Hernán no defraudó con el almuerzo. Junto con Bruno Zerhau, quien trabaja con él en la cocina del Chateau, presentaron los platos, arrancando por una impresionante bomba de papa colombiana con chorizo bañada en fondue de Pategrás, seguida de un borscht con vinagre de nuez (aprovechando los nogales que abundan en la estancia), cilantro y perejil. Luego, tagliatelle de perejil con ragú de chivito mendocino, hinojo fresco, polpetta, menta, orégano fresco y hongos de pino. El postre, un desafío, porque en general no me gusta el arroz con leche. A Hernán tampoco, y por eso experimentó y experimentó hasta llegar a una versión para nosotros, efectivamente riquísima. Arroz con tres leches, crema batida, arroz inflado y frutos rojos. 



Fueguito en la biblioteca. Un poco de lectura. Un paseo corto bajo la lluvia. Una siesta. Me despertó el sonido del piano, en un living más chico, una especie de jardín de invierno. Pensé primero que el que tocaba era Jorge, pero no. Un amigo pianista de la familia que es invitado a tocar para el placer de los huéspedes. Tocó un rato largo, mientras tomábamos unas buenas copas de los vinos de Bombal que en poco tiempo volverán a las vinerías del país. De la cocina llegó un pan tomaca con bresaola, Brie, menta y tomate, como preámbulo a nuestra última cena en Chateau D’Ancón.



La cocina de Hernán Simesen está llena de influencias con las que él teje y desteje, mezclando, probando, viendo qué le dice el producto con el que a veces se encuentra casi por accidente, mientras busca otra cosa. Siempre hay una idea. Arrancamos con un niño envuelto relleno de morcilla con moresco y naranja a vivo; luego, la tercera y muy gloriosa sopa de nuestra estancia, de cabutia con yogur, zanahoria, cilantro y especias. Cómo me gustan las sopas. Me hubiese llevado botellas enteras. El principal consistió en una wallenbergare de ternera con crema, gravy, pickles de piquillín y arándano rojo, pasas de uva, arvejas y un puré trufado… enloquecedor. De postre, crema catalana con garrapiñada de nuez. 



El domingo trajo sol, y lo bien que hizo, porque necesitaba terminar de recorrer tranquilo antes de encarar el regreso a Buenos Aires. Llegó el momento de conocer la bodega, y nuestro guía fue el enólogo, Emiliano Turano, un pibe joven, canchero, de Zárate, que escucha buena música y hace buenos vinos con algunas de las mejores uvas de la provincia. Cayó en Mendoza para estudiar enología y ser mejor sommelier, que es lo que creía que era lo suyo, pero el viñedo quedó y así terminó armándose una notable carrera en distintas bodegas antes de caer en Bombal, donde trabaja mano a mano con Juan Pablo Michelini, asesor del proyecto.



A fines de noviembre de 2023, cuando Jorge decidió volver a poner en valor Chateau D’Ancón, enseguida comenzaron a trabajar en la reactivación de la bodega. En esta región dentro del Valle de Uco, Emi y Matías se pusieron a explorar la identidad y el carácter del terroir. Lucila Bombal inauguró la bodega en 2000 con el nombre Estancia Ancón, con varios tanques de acero inoxidable y toda la tecnología necesaria. La bodega original, todavía en pie, está justo al lado y fue fundada por Domingo Bombal en 1926, con grandes piletas de concreto de diferentes capacidades, pensadas para grandes volúmenes de producción. Por aquel entonces, hace casi 100 años, había 300 hectáreas de viñedos a 1.500 msnm. Domingo, dice Emiliano, fue un verdadero visionario: esta zona, la del Valle de La Carrera, es donde se cree que está el futuro de la enología. La bodega funcionó, con el nombre Chateau D’Ancón, produciendo vino a granel en forma intermitente hasta 1999, cuando comenzó la construcción de la bodega nueva. En 1945, Domingo ya ponía la altura en algunas etiquetas, dando valor a este factor mucho antes de que lo hiciera el resto de los productores.



Los vinos post-2000 recibieron reconocimiento internacional; la operación terminó siendo más grande de lo que en ese momento les interesaba, y así el negocio se fue retrayendo hasta dejar de producir vino. Ahora la parte nueva de la bodega, que de nuevo producirá con el nombre Chateau D’Ancon, está en pleno uso, mientras que la parte vieja, intacta desde hace 50 años, será restaurada y limpiada, tal vez usando alguno de los piletones. El potencial del vino de Ancón es enorme. Hay 110 has de viñedos productivos de Pinot Noir y Chardonnay, en un 80%. Una pequeña Borgoña, con vinos de ese estilo. Habrá tres líneas de Chateau D’Ancón, con diferentes tiempos de crianza de las dos cepas mencionadas. Es un trabajo arduo, pero los resultados preliminares de los vinos son tremendos, así que las expectativas son altas. También están haciendo espumante; venden desde hace tiempo mucha uva para espumantes, y un día se dieron cuenta de que perfectamente podían hacer uno ellos mismos. Todo lo que probé, con y sin burbujas, me pareció exquisito. Y probé mucho. Un disco entero de Air. 



A unos metros de la bodega, conectado, se encuentra el nuevo restaurante de la estancia. El viejo granero está renaciendo para convertirse en una propuesta muy distinta, muy especial. Es un restaurante pensado de pies a cabeza por Hernán, con mucho espacio para mesas pero también para libros, cultura, arte. Una cocina cómoda, mucho espacio exterior y… creo que no quiero decir mucho más. Bien merecerá otra u otras notas cuando abra. Diré que todo se ve bárbaro, y que ver un restaurante en etapa de desarrollo siempre es lindo, pero a veces emociona.



Detrás del futuro restaurante hay un bosque de castaños. De nuevo, “¿dónde estoy?”, “¿qué hace esto acá?”. En Chateau D’Ancon se hacen eventos de todo tipo, casamientos, renovaciones de votos, fiestas varias, hay parejas que lo eligen para lunas de miel, y si este bosque no tuviese muchas décadas de edad, alguien malicioso podría pensar que lo armaron para que la gente se saque fotos. Es impresionante. Muchísimos castaños dan sombra a un suelo húmedo en el que castañas en todas sus etapas de madurez riegan, cubiertas de espinas, la tierra, los senderos, las piedritas. Faltan los jabalíes salvajes (que están, pero no se hacen ver) y tal vez algunos galos rebeldes dando vueltas. Acá, en este escenario mágico, también descansa en su memorial Lucy Bombal, rodeada de su casa, que también es ella. Luego pasamos por la huerta, una cornucopia de productos, la alacena inmensa con la que trabaja Hernán.



Hay mucho más para decir sobre Ancón y su historia, pero queda para otros cuentos y visitas. Mejor cortar acá, comiendo las empanadas de carne y de queso y cebolla confitada que solo un buen cocinero salteño puede hacer, en la torre, admirando los jardines en modo 360°. Abajo, antes de partir, escribí un agradecimiento en el mismo cuaderno en el que Miguel Brascó, hace 23 años, puso: “Excelente Chardonnay / Virtuoso Malbec 2000 / Llevo en mi memoria el futuro Chateau Ancón genérico / Y la conversación de Lucy, un placer”. Mi mensaje tiene menos poesía, porque somos dos hombres de Cuisine&Vins muy diferentes, pero suena a que su experiencia fue muy parecida a la mía. Al lado, uno de sus clásicos dibujos, un ángel del vino que en una mano lleva una copa. El ángel dice “Yes”. Y con eso también estoy de acuerdo.



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CHATEAU D’ANCÓN

@chateauancon

Distrito Valle de Uco Ruta 89, San José, Tupungato - Mendoza

11 6483-8861

www.chateaudancon.com.ar





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