Diarios de pandemia: Famélicos, felices y fuera de tiempo

Nuestra sommelier Ana Paula Arias agarra el teclado para rememorar una anécdota familiar y un viaje en el que los desencuentros no tuvieron que ver con calles, nombres y transportes sino con horarios, comidas, hábitos y vajillas subidas de tono. 



por ANA PAULA ARIAS
ilustración por MÁXIMO PEREYRA IRAOLA

Mi mamá me contó una vez que cuando fue a Viena con sus papás, la primera noche tuvieron que comer galletitas y alguna que otra pastilla de menta que se habían traído del avión, porque todo había cerrado mucho antes del horario en que ellos decidieron cenar. Se sentaron los cuatro (mis abuelos con sus dos hijas) en la habitación del hotel y se acomodaron para improvisar una comida con lo poco que tenían. Mamá lo cuenta como algo gracioso, pero estoy segura de que en el momento fue un drama: todos con hambre, enojados, echándose la culpa.

Habían aterrizado temprano, se habían registrado en el hotel y habían ido a dar una vuelta. Pasaron por una chocolatería, pero no compraron nada, porque para qué ahora, mejor después. Lo normal. Creo que fue ese mismo día, o quizás otro porque las anécdotas se me mezclan, que me contó que estaban paseando con su hermana menor y pararon a ver una vidriera de vajilla de porcelana carísima. Dice que hasta el día de hoy se acuerda de unos platos (“muy finos” como decía mi abuela), que tenían en el centro el dibujo de un hombre pequeño con un falo gigante. Venían en juego, por supuesto: platos de té, playos, hondos, de postre, de sopa y cena, platitos para el pan y la fuente también, todos con el hombrecito sonriente en el medio. Deben haber sido verdaderamente caros, pienso, porque si no estoy segura de que se habrían comprado al menos uno.

Me imagino ahora, yo toda fetichista de la cocina, peleándome por la herencia de los abuelos con mis hermanos, dejando de lado el visón, los muebles, el proyector de diapositivas y los discos, pidiendo a los gritos la vajilla del hombrecito para comer strudel con vino dulce.

Mi abuelo siempre fue un gran aficionado al jazz, tocaba la batería y se sentaba con los ojos cerrados a escuchar a Duke Ellington. Echaba para atrás la cabeza y marcaba el compás con la palma sobre su muslo. Hacía eso todas las tardes después de almorzar. Ahora pienso que fue esa obsesión por la cadencia lo que lo convirtió en un hombre siempre consciente de su propio tempo. Y su familia, a las nueve de la noche, en Viena, a oscuras, dando vueltas para ver si encontraban algo abierto para comer, le dio la pauta de que habían quedado fuera de tempo, bastante rezagados en el ritmo de esa ciudad.

Mamá me cuenta que se fue a dormir con hambre, claro, pero también con una sensación de extrañeza. No tenía quince años todavía, pero recuerda sentirse oprimida por esa ciudad ordenada y silenciosa. Cuando se despertó al otro día no dijo nada, pero tenía ganas de irse, volver a Roma, donde se podían comer pastas riquísimas hasta tarde. En Italia el tránsito es un caos, pensó, como en Buenos Aires. Ahora me cuenta que ella cree que sus papás y su hermana se deben haber levantado con la misma idea en la cabeza: vámonos ya de acá.

Desayunaron en el hotel, pasearon por los jardines del Palacio de Schönbrunn y fueron a la chocolatería del día anterior, donde, ahora sí, compraron algo dulce para más tarde. A la luz del día y con la panza llena, Viena parecía más amable; la gente era encantadora, las calles estaban limpias y los autos frenaban para dejar cruzar a las personas que esperaban en la vereda. Al segundo día, un poco más animados y también más en sintonía con las costumbres del lugar, ya cenaban a las seis de la tarde como los paisanos.

La noche antes de irse fueron a comer a un lugar donde, según les habían comentado, se servían los mejores schnitzel de Viena. Eran, en definitiva, unas milanesas con ensalada de papa, pero mamá me cuenta que, hasta el día de hoy, después de años y años de tratar de recrear la receta, nunca le salieron tan deliciosas como las de esa cena.

Lo más notable de esa noche, sin embargo, no fueron los schnitzel. Sino que, cuando empezaron a comer, mi tía revolvió un poco las papas y se dio cuenta de que les habían servido en la vajilla del hombrecito del falo. No la misma exactamente, otra, una imitación más barata, pero con el mismo concepto. Naturalmente nadie recuerda ahora el nombre del lugar, pero en la familia le decimos el restaurante Fálico y feliz, lo que deriva en otros chistes, todos obvios y guarangos.

Mi mamá está grande. Ella misma sueña a veces con ser abuela. Tiene la costumbre de cenar temprano, no tanto como a las seis, pero sí sé que disfruta de hacerse una sopa a eso de las siete y quedarse con mi papá viendo películas hasta tarde, compartiendo un vino.  



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