Diarios de pandemia: Ayuno de campeones

Nuestro editor aprovechó 2020, como tantas otras personas, para cambiar algunas costumbres y ocuparse de su salud. O al menos esa fue la intención. El ayuno intermitente, tan de moda, lo atrajo por su poca exigencia, y el resultado principal terminó siendo un cambio de hábito muy alineado con las nuevas restricciones horarias para la gastronomía.


texto e ilustración por MÁXIMO PEREYRA IRAOLA

En 2020, después de años de períodos de ir por un par de meses al gimnasio y dejar, de caminar un montón pero cancelar todo lo quemado comiendo, de probar muy brevemente distintas dietas restrictivas que además de ser aburridísimas entraban en conflicto directo con la labor del periodismo gastronómico, hice dos cosas. Una fue comprarme un juego de boxeo para mi Nintendo Switch que hizo maravillas en los pocos meses de constancia que le dediqué; la otra fue sumarme, “para ver qué onda”, al ayuno intermitente.

Jamás fui, jamás seré un evangelista de fórmulas para vivir o ser mejor. No me interesa vibrar alto y huyo despavorido ante palabras como mindfulness, wellness y otros nesses. Me parece bárbaro que alguien busque la felicidad en alimentarse con el rocío de los árboles, tomar jugos turbios durante quincenas sufridas o comer un cubito de queso cada vez que está por desmayarse (y lo quiero especialmente si agarró enseguida esa referencia), pero soy inmune a la mentalidad de culto. Sin embargo, el discurso del ayuno me pareció bastante laxo y fácil de probar: se come en un rango específico de horas todos los días, no hay nada que haya que evitar morfar, el alcohol está permitido, los días de trampa no son graves, y todo se puede ajustar a la medida del usuario. Si no gusta, se abandona.

Así como están los vigoréxicos que pasan más horas en el gimnasio que en sus casas o trabajos, y quienes van(mos) tres horas por semana y se convencen, amorosos, de que con eso alcanza y sobra, en esto del ayuno también hay extremos: en su modalidad más adoptada, la 16/8, se puede comer cualquier cosa durante ocho horas y después agüita, café y té el resto del tiempo, que incluye idealmente ocho horas de sueño; en su modalidad más estricta, hay gente que come una hora por día y pasa las 23 restantes, imagino, intentando pensar en otra cosa (pero flaquiiiitos). Yo fui por la primera, renunciando “para siempre” a los desayunos y definiendo como mi ventana de ingesta las ocho horas entre las 14 y las 22.

Los flequillos, los palazzos, los all-inclusive, las poligamias, las dietas: todas cosas que funcionan muy bien para algunos, para otros no, y está bien que así sea. En el caso del ayuno, yo no tuve ni tengo ningún problema. Rompí las reglas un par de veces, me permití permitidos, y en el último semestre alguna que otra vez desayuné, pero en general me resulta comodísimo. Tomo café, agua, y a las 14, o a veces más tarde, me preparo el almuerzo, sin haber sentido hambre en ningún momento. A las 20 como mucho sé que tengo que resolver la comida, y a las 22 ya terminé, puedo ver Masterchef sin ganas ni respeto por los participantes, o meter alguna serie, luego un café y a la cama. No me duermo más temprano que antes: mi cerebro se activa de noche, dedico horas a conversaciones imaginarias, scrolleo tweets en modo zombie, leo algún libro (ahora estoy con La traición de Rita Hayworth y amo a Puig, pero voy de a un capítulo a la vez porque me angustia), pienso en cosas que no son importantes, tomo decisiones que borraré con el codo al día siguiente, y me duermo entre la 1 y las 2 de la mañana.

Y duermo mucho mejor.

¿Estoy más flaco? Más o menos. No realmente. Las fotos no lo reflejan, la ropa apenas. Bajé varios kilos, después volví a subirlos, y de más está decir que al ayuno se lo ayuda comiendo más sano, porque un poquito hay que sufrir para estas cosas. Lo cierto es que mis hábitos están más ordenados: no me estreso, por ejemplo, pensando en que se hizo tarde, no cociné nada y no quiero gastar en delivery. Cuando me pinta preparar algo puntual, el supermercado sigue abierto. A la mañana tengo toda la energía que mi cuerpo no está gastando en digerir (¡ciencia!) . Y si quiero salir a comer, las mesas no están llenas. Los camareros todavía están de buen humor. Ninguno de los postres quedó fuera de stock. Todo es más feliz, y eso es lo mejor que saqué de esta movida.

Hay muchos factores que contribuyen a esta cultura argentina y sobre todo porteña de comer tardísimo, salir tardísimo, volver tardísimo: entre otros, las largas horas de trabajo, los viajes eternos en transporte público, las distancias que reflejan lo innecesariamente concentrado que está el trabajo en capital, los horarios extensos de algunos comercios, y esa hermosura cultural de la sobremesa que nos hace pensar que lo natural es que a veces una comida dure cuatro horas. Sobre el último punto no habrá quejas mías, pero sí una recomendación: prueben salir más temprano, coman a las 19, a las 20, sientan rara la luz, el atardecer, la incomodidad de un salón o una vereda con menos gente; nada de eso influye en la comida, y del otro lado hay mucho por aprovechar.



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