La señora del rictus amargo

Crónicas de una anti-snob

Toda la vida sentí pena por la gente que siempre habla en serio o en tono de queja. Pena, aburrimiento e intriga. ¿Cómo se puede vivir en constante tono de alegato? ¿Cómo se puede pedir una feliz burrata, un trozo de chorizo colorado y atreverse a probar la piedrita de parmesano que ofrece el chico de Franco Parma sin esbozar una sonrisa?

No me lo contaron: lo vi. Rodríguez Peña y Vicente López. La señora llevaba brushing con spray, loden verde inglés con historia y bolsa de casa naturista. La espié. Había comprado un puñado de higos, jarabe de arándanos y galletas de arroz. Me llamó la atención cómo movía los dedos y hacía música histérica con las uñas nacaradas y su cartera rígida, una Céline que seguro habrá sido espléndida cuando ella era espléndida (si lo fue). Es que, calculo, alguna vez habrá sonreído. Supongo que en alguna época no sabía gruñir como ahora.

El joven le preguntó si deseaba algo más y ella acotó un “no, gracias” muy estilo Thatcher. Fin del cuento en esa esquina. La historia siguió. Ya en primavera, un mediodía que fui a Goût por un omelette y un café (recomiendo ambos), di con la señora del rictus amargo. En el pequeño bar de la calle Juncal las mesas están muy pegaditas, así que la tenía a un par de suspiros. Obvio, me quedé escuchando toda su conversación telefónica. Calificó como “horror” la lluvia finita de septiembre, de “espanto” los pelos que pierde su perro, de “tragedia” la cercanía de las elecciones presidenciales, de “desesperante” el hecho de tener que pensar todas las tardes en el menú que comerá su marido. Inmediatamente sentí felicidad al advertirme tan opuesta y, en el transcurso de la tarde, presté atención a cada uno de mis actos. Fui yo ese día a Franco Parma y terminé chusmeándole al vendedor mi primera vez con el parmesano, allá en los 80, en Parma. Le conté que lo probé en un ex convento convertido en restaurante. Estaba con mis padres. Recuerdo la sorpresa de comerlo también como postre, embebido en aceto de Módena.

Al rato peiné a mi perro y sí, había pelo como para tejer un suéter. Y puse el noticiero. Y me dieron ganas de votar. Y caminé bajo la lluvia finita de septiembre en una ciudad que, le pese a quien le pese, tiene un clima único. Y me pregunté: si la lluvia la irrita tanto a esa mujer, ¿por qué aquella tarde no usaba la capucha del loden? ¿Sería por el spray?

Hay gente que necesita la queja como un néctar sagrado. Quejosos que se relacionan con otros quejosos formando cadenas de quejosos compulsivos. Que ven la vereda rota y nunca el jacarandá. Y lo digo con criterio porque ahorita mismo la tengo al lado. Le sacaría una foto para que la conozcan, pero esta columna lleva ilustración. La señora ha regresado a mi café, hoy con una amiga. Y el tema me supera. Les dejo una textual. “No voy a venir más a este lugar porque las masitas son tan buenas, que me las como. Che, si una pide café, que venga el café. Te las regalan, una las come. Para mí son un veneno”.



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