La señora del rictus amargo
2015-11-14Crónicas de una anti-snob
Toda la vida sentí pena por la gente que siempre habla en
serio o en tono de queja. Pena, aburrimiento e intriga. ¿Cómo se puede vivir en
constante tono de alegato? ¿Cómo se puede pedir una feliz burrata, un trozo de
chorizo colorado y atreverse a probar la piedrita de parmesano que ofrece el
chico de Franco Parma sin esbozar una sonrisa?
No me lo contaron: lo vi. Rodríguez Peña y Vicente López. La
señora llevaba brushing con spray, loden verde inglés con historia y bolsa de
casa naturista. La espié. Había comprado un puñado de higos, jarabe de
arándanos y galletas de arroz. Me llamó la atención cómo movía los dedos y
hacía música histérica con las uñas nacaradas y su cartera rígida, una Céline
que seguro habrá sido espléndida cuando ella era espléndida (si lo fue). Es
que, calculo, alguna vez habrá sonreído. Supongo que en alguna época no sabía
gruñir como ahora.
El joven le preguntó si deseaba algo más y ella acotó un
“no, gracias” muy estilo Thatcher. Fin del cuento en esa esquina. La historia
siguió. Ya en primavera, un mediodía que fui a Goût por un omelette y un café
(recomiendo ambos), di con la señora del rictus amargo. En el pequeño bar de la
calle Juncal las mesas están muy pegaditas, así que la tenía a un par de
suspiros. Obvio, me quedé escuchando toda su conversación telefónica. Calificó
como “horror” la lluvia finita de septiembre, de “espanto” los pelos que pierde
su perro, de “tragedia” la cercanía de las elecciones presidenciales, de
“desesperante” el hecho de tener que pensar todas las tardes en el menú que
comerá su marido. Inmediatamente sentí felicidad al advertirme tan opuesta y,
en el transcurso de la tarde, presté atención a cada uno de mis actos. Fui yo
ese día a Franco Parma y terminé chusmeándole al vendedor mi primera vez con el
parmesano, allá en los 80, en Parma. Le conté que lo probé en un ex convento
convertido en restaurante. Estaba con mis padres. Recuerdo la sorpresa de
comerlo también como postre, embebido en aceto de Módena.
Al rato peiné a mi perro y sí, había pelo como para tejer un
suéter. Y puse el noticiero. Y me dieron ganas de votar. Y caminé bajo la
lluvia finita de septiembre en una ciudad que, le pese a quien le pese, tiene
un clima único. Y me pregunté: si la lluvia la irrita tanto a esa mujer, ¿por
qué aquella tarde no usaba la capucha del loden? ¿Sería por el spray?
Hay gente que necesita la queja como un néctar sagrado.
Quejosos que se relacionan con otros quejosos formando cadenas de quejosos
compulsivos. Que ven la vereda rota y nunca el jacarandá. Y lo digo con
criterio porque ahorita mismo la tengo al lado. Le sacaría una foto para que la
conozcan, pero esta columna lleva ilustración. La señora ha regresado a mi
café, hoy con una amiga. Y el tema me supera. Les dejo una textual. “No voy a
venir más a este lugar porque las masitas son tan buenas, que me las como. Che,
si una pide café, que venga el café. Te las regalan, una las come. Para mí son
un veneno”.