Harutiun: El agasajo sin disfraz

En Villa Urquiza, entre calles tranquilas y casas de familia, abre sus puertas dos veces por semana un restaurante en el que se come comida honesta, abundante y variada hecha con amor y dedicación, en un ambiente sofisticado y elegante construido sobre las bases de una antigua casa familiar.

por MÁXIMO PEREYRA IRAOLA


fotos de SARA PARÍS


 

Argentina tuvo tres grandes olas de inmigración armenia: la primera entre 1909 y 1914, la segunda entre 1946 y 1965, y la tercera a partir de 1991. En la primera de ellas llegaron los cuatro abuelos de Cristina Mahsardjian, escapando de la Primera Guerra Mundial. Sus hijos, apenas bebés, crecieron acá, se casaron y tuvieron dos hijas. El vínculo con Armenia siempre se mantuvo encendido, pero ambos tenían una pasión por la cocina que iba más allá de las tradiciones de su país; en la casa donde vivían en Villa Urquiza, en la esquina de Juramento y Ceretti, la comida era variada y más mediterránea, española y argentina que armenia.


 

“Una vez, cuando era chica, mi padre me preguntó qué quería comer y yo le contesté que quería ranas. Cuando llegó a la tarde del trabajo, yo estaba de mal humor y le reclamé que no me las había traído. Me llevó al patio y me dijo ‘te traje ranas frescas’. Estaban saltando en una pequeña pileta de cemento. Otra vez llegué y había una mulita en la parrilla. En casa la pizza no existía; si a mi madre se le ocurría amasar pizzas, nos sentábamos a la mesa y mientras comíamos mi papá preguntaba ‘¿qué hay de comer?’”, cuenta Cristina.


 

Los padres de Cristina provenían de pueblos pequeños y diferentes, con costumbres gastronómicas muy distintas que la cocinera conoció en primera persona a lo largo de su vida, haciendo numerosos viajes a Armenia con su marido y sus hijas. La comida de allá, cuenta Cristina, es magnífica, sobre todo en los platos más condimentados.


 

LA CASA



El hogar familiar de Villa Urquiza que mencionábamos antes se convirtió en Harutiun, la novedad gastronómica más interesante de la zona y el lugar donde Cristina prepara plato tras plato para servir a comensales que son habitués desde la primera visita. En muchos sentidos, aunque esté lleno de mesas y sillas, aunque tenga una cava para cenas íntimas y privadas, aunque tenga una cocina profesional, camareros, valet parking y menúes luminosos, el lugar sigue siendo una casa, o más que eso: una casa de abuela en la que las visitas se sienten cuidadas, atendidas y queridas. Cada espacio y salón del restaurante tiene una pequeña placa que homenajea la función original del cuarto.


 

“Antes la casa tenía solamente una planta. Había un cuarto que era de mis padres, y mi hermana y yo dormíamos en el comedor; además había un patio y un garaje. En donde hoy está el salón principal mi abuelo tenía una mercería. Era una casa normal, de clase media, con piso de mosaico. Viví acá hasta los 22 años; mi padre se quedó hasta 2005, cuando falleció, y ahí la casa quedó cerrada. La placa de arriba dice ‘el proyecto’ porque de la segunda planta hay planos de la época de mis abuelos, que nunca se habían concretado”, recuerda Cristina.


 

Como socio del estudio BCHB Arquitectura, Antonio Boz, yerno de Cristina y esposo de su hija Agustina, diseñó un restaurante inteligente, con buena circulación y una funcionalidad que beneficia tanto a los comensales como al staff. La idea original era reciclar la casa manteniendo su estilo, creando una suerte de bodegón canchero y de barrio; pero Cristina quería que el vino se tomara en copas de cristal y algo no cerraba. “Mi yerno me dijo: ‘Si vos querés un lugar donde se pueda comer un guiso de mondongo en un ambiente divino, con vajilla de primera y muebles de primera, tenemos que jugar con eso, apelar a un público que busque comida de bodegón en un restaurante sofisticado’. Al principio no estaba de acuerdo, pero me convenció y tuvo razón”, dice la cocinera, y agrega: “Al estar en una zona residencial, decidimos ofrecer el servicio de valet parking para facilitarle al comensal el estacionamiento. A su vez diseñamos una propuesta a puertas cerradas y sin recambio, para mantener la calma en la zona y para garantizar que la gente se siente a comer tranquila, como si estuviera en su casa, y se quede todo el tiempo que quiera”.


 

Cada detalle está pensado, desde el perfume en los baños, que es el mismo que usaba la madre de Cristina y que es casi imposible de conseguir hoy, hasta las fotos familiares y los objetos que adornan con elegancia toda la casa, muchos de los cuales pertenecieron a su suegra y a otros miembros de su familia, cuyo espíritu está muy presente. En cuanto a lo demás, la emprendedora dedicó años a juntar uno a uno los muebles del restaurante, muchos de los cuales encontró en viajes por el mundo.


 

LA COMIDA



La carta de Harutiun se renueva todos los meses y es diseñada por Cristina en función de lo que le gustaría comer ese mes, considerando la estación y procurando incluir siempre una carne, un pescado, una pasta y algún marisco. Los platos, en palabras de la cocinera, son los que se comían en su casa, pero “tuneados” en gran parte gracias a que hoy se consiguen productos y especias que antes eran inhallables.


 

En cuanto al tipo de comida, Cristina dice: “Lo que preparo es de bodegón. Mis platos preferidos son el pulpo, el mondongo, el puchero y las ranas a la provenzal; adoro el caracú y me gustan mucho los pescados hechos de forma sencilla. No me gusta la comida demasiado ‘manoseada’; aunque los platos requieran elaboraciones largas y trabajosas, sigo diciendo que mi cocina es sencilla. No me gustan las estridencias, lo pretencioso, el disfraz. No quiero espuma de mondongo ni mondongo congelado en forma de caramelo; quiero mondongo”.


 

Casi todas las recetas vienen de su abuela, sus tías, su suegra. Todas tienen alguna conexión con su vida y con su historia, aun si están cambiadas: en su casa el pulpo se comía hervido, pero en Harutiun prefiere hacerlo grillado. De todas formas, dice, si el producto es de primera es muy difícil que el plato salga mal. Y eso guía todo lo que hace esta cocinera autodidacta, priorizando la calidad por sobre el costo.


 

Además de su familia, a Cristina la inspiran los mercados y los bodegones del mundo, y vuelve de cada travesía con todo tipo de especias y condimentos que luego incorpora a sus creaciones. “Estoy siempre ansiosa esperando el próximo cambio de carta. Muero por tener ranas en el menú, pero tengo que esperar unos meses y me desespera. Tenemos ganas de hacer a partir del año que viene noches temáticas; una de comida armenia, una de peruana… la idea es hacerlo a beneficio, armar algo especial con amigos que vengan a ayudar y servir, creando un espíritu comunitario. Por otro lado, queremos fortalecernos como espacio para eventos; hasta ahora hicimos pocos, pero la gente respondió muy bien. El espacio es enorme, tiene varios sectores y funciona perfectamente para celebraciones privadas”, cuenta.


 

Harutiun abre solamente los jueves y viernes. Sobre esto, dice Cristina: “Con mi marido decidimos ocuparnos más de disfrutar, viajar y descansar los fines de semana. Me dan ganas de abrir los sábados porque la gente nos lo pide todo el tiempo, pero por ahora nos manejamos así. Lo que no quiero es que esto se industrialice: la que pica la cebolla y el ajo soy yo, y me cuesta delegar; es posible que haya otra persona que haga las cosas mejor, pero abrir jueves y viernes hace que pueda estar encima de todo, sabiendo que las cosas salen como quiero que salgan”. El restaurante también es reservado con frecuencia para eventos privados de hasta 35 personas; y la bodega, inaugurada recientemente, es ideal para mesas íntimas de 6 a 10 comensales.


 

LA FAMILIA



Harutiun significa “resurrección” en armenio, y además era el nombre de un tío de Cristina. “Era violinista y resignó su vida para ayudar a los demás. Vivía con mis abuelos, nunca se casó y se dedicó a cuidar a todos. Era increíblemente generoso e increíblemente testarudo; heredé de él el placer de agasajar, de recibir a la gente y darles lo mejor que teníamos, fuese lo que fuese, desde un pan con queso hasta el mejor caviar iraní. Así como el nombre del restaurante es un homenaje a él, el lugar en sí está dedicado a mi hija María, una persona increíble. Una vez fue a comer a un restaurante con amigas y cuando volvió le pregunté qué había comido; me dijo que había pedido una hamburguesa de cordero. ‘¿Qué tal estuvo?’, le pregunté. Me dijo: ‘Mirá, cada vez que abro la carta de un restaurante y leo el menú sueño con que estén todos tus platos, así puedo comer tu comida’.


 

La familia atraviesa todos los aspectos de Harutiun: el esposo de Cristina, Carlos, se ocupa de la gerencia del lugar y maneja la caja; su hija Agustina está encargada de marketing y eventos especiales; su hermana Alejandra está en administración y contacto con proveedores, y su amiga Mariana acompaña en la cocina. El trato a los comensales es una extensión de estos vínculos; en palabras de Cristina, “lo que me importa es que la gente que venga se tome su tiempo para disfrutar porque no hay ningún apuro. Quiero que mis clientes entiendan que este lugar es elegante, pero que no se come comida gourmet, y que se pueden quedar todo el tiempo que quieran porque la mesa es suya”. No cobran cubierto, no aceptan propinas, recuerdan a cada persona que reciben y están atentos a todos los comentarios y sugerencias que puedan hacerles.


 

Harutiun

Juramento 5806

+5411-4413-8668

Abierto jueves y viernes desde las 20 hasta el cierre, sólo con reserva.

Servicio de valet parking. Aceptan tarjetas de crédito.

www.harutiunrestaurante.com




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